Santiago García, trazos de un camino de caminos

Hombre de labores esenciales, artista integro, arquitecto de sí mismo y de los caminos de su grupo, este creador polifacético marcó uno de los rumbos más fecundos del teatro en Colombia, en el continente y en el territorio universal del escenario. Este personaje notable dejó un inventario de hallazgos y legados que ocupan un lugar determinante en la historia viva de nuestro teatro.  Un verdadero maestro de tablas que experimentó posibilidades y supo nutrirse del encuentro con grupos y personajes que protagonizaron el quehacer del arte escénico en occidente, después de la primera mitad del siglo veinte, cuando la cultura europea, reponiéndose de los desastres de la guerra, se removía entre el caos y la reconstrucción, las contradicciones políticas dividían las naciones y volvían antagónicas las realidades sociales y la caracterización de los estados. En los años sesenta el joven maestro viajó en distintas ocasiones a Europa y a Estados Unidos. Anduvo en Checoslovaquia, Alemania, Polonia, Francia y otros países, en plan de estudio y asimilación, disfrutando la vida y siendo un humanista preocupado por los fenómenos sociales, interesado por las culturas del mundo. Simultáneamente, en Bogotá, realizaba montajes de envergadura que mostraban un director de cualidades especiales. El mundo entero se removía y la historia conocida quedaba en entredicho ante las nuevas expectativas y los deseos de transformación. En esa década crucial el muro de Berlín parecía invulnerable, la revolución cubana era un efecto estimulante en la visión esperanzada de una generación que soñaba con cambiar el mundo. Vientos de revuelta, acciones creativas vehementes, novedosas, le dieron identidad al teatro de una época pugnaz, donde polemizar era parte de las relaciones con el público.

 

 

Santiago traía al histrión personal desde la infancia, según cuentan las anécdotas del niño inclinado hacia lo teatral, con un padre que lo estimulaba y unas primas que acolitaban sus iniciativas participando en pequeñas piezas.  El Hado estaba jugado desde el comienzo, entendido no como destino inamovible, más bien como lo entendieron los filósofos paganos: los hilos que se tejen, las causas que se entrecruzan y se mezclan y producen un camino en el entramado de la existencia de los individuos. En el caso de García se trata de una suma de sucesos que lo van involucrando con la decisión definitiva para dedicar su vida a la actividad teatral, de una manera sustancial, con la actitud del aprendiz y del sabio al mismo tiempo, haciendo la alquimia de quien forja su entendimiento y sensibiliza su espíritu en el fragor de los actos vivos. Gran lector y viajero, desde joven se acostumbró a las huellas de quienes recorren las topografías del arte escénico y la literatura. Una vez tuvo contacto con las raíces de la escena, fueron creciendo los ramajes de su conocimiento. Se formó haciendo teatro, aprendiendo, mirando, hablando, estudiando con avidez, analizando los caminos que encontró, precisamente, en su periplo por los escenarios. Un maestro de la actuación y el montaje, con sentido práctico, profundidad teórica y capacidad para entender las circunstancias y los procesos que dan soporte a los discursos estéticos.

 

 

 

Seki Sano lo indujo, a él y a otros artistas, a conocer los principios del gran teatro, transmitiendo los fundamentos estudiados por Konstantin Stanivlaski, el padre del teatro moderno y el investigador que abrió nuevos caminos en la actuación, en un tiempo que acometía los retos del siglo XX, una época de grandes transformaciones en el arte, la ciencia y las sociedades.  Conoció la teatralidad de Bertolt Brecht a través del Berliner Ensemble, la fuente directa de la práctica brechtiana. Implementó las herramientas del método y la conceptualización del dramaturgo alemán, el más importante constructor del drama épico en la historia del teatro. Los criterios de este dramaturgo genial impactaron los rumbos del teatro en el mundo entero y abrieron inquietudes revolucionarias que involucraron temáticas capaces de cuestionar los órdenes establecidos, logrando lecturas críticas de la condición humana y de las maquinarias políticas que incuban la guerra, las desigualdades y ejercen el poderío de los estados. También, apoyado filosóficamente en el materialismo dialéctico, agregó protagonismo a personajes de perfiles distintos, donde se evidenciaban las voces de obreros, de gente del pueblo, de los herejes y los contradictores del establishment. Una revolución en el escenario de todos los tiempos. Sin duda García es brechtiano, a su manera, como discípulo de Brecht también fue Buenaventura, el otro pilar del teatro colombiano, que se nutrió de este mismo influjo por vías distintas, mediante el contacto con el teatro de vanguardia del Cono Sur, especialmente por sus encuentros con Atahualpa del Cioppo y el Galpón de Montevideo.

 

 

Pero la virtud de García, creador de ficciones reales, convertidas en montajes que casi siempre mezclaron el sarcasmo, el humor negro de sabrosa condimentación, con los mensajes de compromiso social e ideológico, es que supo hacer las cosas de acuerdo a sus condiciones y a su propia mirada, como artista, intelectual y artesano de realizaciones que fueron edificando uno de los referentes tutelares de la escena colombiana. Siempre contó con amigos, cómplices, artistas e intelectuales que estaban procreando las bases del teatro moderno en el país. En el desarrollo teatral de Santiago cuentan sus antecedentes, como ser humano, como artista, y la interacción con sus contemporáneos en los años de la iniciación. Congéneres y maestros contribuyeron a la cocción de sus inquietudes, pues el artista en formación estaba dispuesto a absorber todo lo que contribuía a fortalecer esa especie de recorrido orgánico del hacer creativo, del oficio y la pasión que no cesa y se materializa desde la práctica, de facto, en la mística tenaz del trabajo diario. Para el ambiente teatral germinal fue clave, en los años mozos, Fausto Cabrera, que traía bajo su abrigo de exilado, la cultura de los españoles y el espíritu revoltoso de tiempos de fragor y resistencia en la España Facho-Franquista, porque con este actor y director que se volvió colombiano, también llegó la historia de un momento neurálgico, cuando en el país ibérico aún se escuchaban los estertores de la derrota republicana y la democracia se lamentaba por el desenlace de la Guerra Civil en favor del franquismo. García era sensible a las develaciones de la realidad y la historia viviente de Colombia formaba parte de un cúmulo crepitante de materiales teatrales que luego aflorarían, en los años posteriores, en sus creaciones más reconocidas.  Fueron decisivas las convergencias con sus amigos, actores, actrices, seres jóvenes que buscaban renovar las formas y los contenidos del arte, haciendo lo imposible en la aridez de un país que pocas veces ha tenido consideraciones frente a la importancia del arte en el contexto de la cultura y la sociedad.

 

 

La Colombia sesentera tenía la fisonomía de una nación inconclusa, donde se había impuesto la violencia y el atraso para favorecer a las pocas familias adineradas, a expensas de los humildes y contra los pobres del campo.  En el arte de esos instantes se revelan jóvenes dispuestos a pararse en los tablados para decir lo que la generación anterior no había conseguido expresar. Es rica y afortunada la dinámica del teatro, principalmente en Bogotá, que comienza a despegarse del ambiente parroquial en el que estaban sumidas las ciudades de un país de desarrollo desigual, donde predominaban los vestigios de una mentalidad asociada a esa especie de feudalismo político que ha pesado en el desempeño histórico de los colombianos. La constitución anacrónica y conservadora de 1886 aún regía con fuerza los destinos de una presunta patria, completamente desfigurada por el bipartidismo que se había enquistado en las estructuras oscuras del estado. De hecho, hasta 1991 logramos sobreponernos al desfase constitucional, con una carta más cercana a las aspiraciones democráticas de una modernidad tardía e insipiente pero llena de expectativas. El teatro fue vanguardista, se contrapuso a la comedia españolizada y al costumbrismo, desbordo los temores provinciales y sugirió el cambio de las costumbres en la escena, en las vivencias de la gente y en la apreciación de la sociedad. Hacer grupos de teatro, en cierto modo, se convirtió en algo subversivo,  que congeniaba con las transformaciones que experimentaban las culturas del mundo.

 

Santiago García fue artífice de un camino en el que se anudaron destinos y se amalgamaron sentidos que se aprecian con más fuerza después de su tránsito por la vida, con la perspectiva que dan los nuevos sobresaltos y los saberes acumulados en eso que llamamos memoria del teatro colombiano. Más que recuerdos o nemotecnia lo memorioso tiene que ver con el sedimento de los largos aprendizajes del ser humano en los escenarios y en el espejismo del teatro como ritual, ceremonia pagana y espectáculo: actividad efímera que trasciende las conveniencias del tiempo y sus vaguedades.

 

 

Sin ser parte de una familia poderosa, en un tiempo en el que ir por el mundo era muy difícil, logro integrar a su cultura de artista las propuestas de avanzadas estéticas como el Teatro Pánico de Fernando Arrabal, de quien pudo ver espectáculos que trastornaban las percepciones de la lógica, proponiendo la sublimación ingeniosa del absurdo como recurso para desentrañar las razones de una civilización cercana a la barbarie moderna y  a la hipocresía de las costumbres. Ya había conocido en su periodo como estudiante, en Checoslovaquia, las enseñanzas y los rupturismos del teatro eslavo. Los caminos del arte dramático lo llevan a reconocerse con protagonistas del teatro internacional que buscan sus roles en el paisaje diverso del refloreciente espectro teatral, en buena parte del mundo eurocéntrico. García también viajo a New York y estudió un año en el Actor´s Studio, el famoso centro formativo fundado por Elia Kazan y Robert Lewis y consolidado por Lee Strasberg. Seguramente, además de las clases, pudo ver grupos emblemáticos y otros caminos singularmente radicales que en ese momento eran relevantes.

 

En contraste, también tiene la oportunidad de visitar Polonia, uno de los países de mayor fortaleza en tradiciones y disrupciones del fenómeno teatral y de paso, casi por azar, conoce el laboratorio de Jerzy Grotowski, el reformador medular del teatro, que logró el replanteamiento del lenguaje en el escenario desde el trabajo físico, infundido por las tradiciones orientales y la capacidad psicosomática y metafórica del actuante, en ejercicio de funciones expresivas asociadas con lo orgánico, lo espiritual y lo biológico, redimiendo el mito humano, la reconsideración de lo místico y lo dramático. Allí conoció, precisamente, a otro hombre notable que apenas comenzaba su aprendizaje con el maestro polaco: Eugenio Barba, artista de rango mayor que ha tenido que ver directamente con el teatro colombiano, en las décadas subsiguientes. Santiago se inclinó por otros discursos, más comprometidos con la épica de lo social, con los rasgos del absurdo y las nociones de un teatro de carácter amplio, generoso en ironía, corrosivo,  involucrado con procesos donde la ideología intervenía como parte consustancial del proyecto artístico.

 

 

Primero con el Búho y luego con el Teatro Estudio de la Universidad Nacional, trabajando con sus coetáneos, armando camino, paso a paso, García va creando montajes y probando rutas metodológicas e incursiones en distintas variantes, sin enquistarse en dogmáticas de moda, buscando poéticas más frescas y cultivando la mirada burlona que le permitió trabajar la farsa, el drama con humoradas causticas y una especie de barroco criollo, libre de emperifollamiento pero rico en follaje e hiperbólicas intenciones. A García no se le puede encasillar porque nunca se resignó a la quietud creativa, su deseo de avanzar dialécticamente, afirmando lo conocido y asumiendo los descubrimientos de la indagación y el experimento, le permitieron conservar y renovar, siendo leal con sus pensamientos. Su relación con el teatro francés y con el cosmopolitismo parisino, así como la experiencia newyorkina,  le abrieron el abanico multidimensional del gran arte del siglo XX.  Puso en escena obras como el Triciclo de Fernando Arrabal o La historia del zoológico, de Edward Albee, otro grande de la saga de dramaturgos norteamericanos, hasta llegar, pasando por las obras de Becket y Chéjov, al herético Galileo Galilei de Brecht, a la contundencia de Marat Sade de Peter Weiss o a las tentativas dramatúrgicas del poeta nadaista Gonzalo Arango. García, un director contemporáneo, nacido en Bogotá, dotado de habilidad en el gracejo, la broma, la charada, el saber total; experto en el manejo  del doble sentido de la idea, mago de la parábola y poseedor de la gracia, del chiste sutil y profundo en el contexto de lo dramático.

 

 

A García no se le puede encasillar porque nunca se resignó a la quietud creativa, su deseo de avanzar dialécticamente, afirmando lo conocido y asumiendo los descubrimientos de la indagación y el experimento, le permitieron conservar y renovar, siendo leal con sus pensamientos

 

En el fragor del trabajo ininterrumpido  surgieron  las condiciones para iniciar una nueva etapa, más estable y dedicada, donde se cualificaron los trabajos y fue indispensable la independencia y la libertad para hacer de la práctica teatral una dedicación profesional, capaz de generar la dinámica de los caminos que se mueven, que andan en progresiones geométricas y producen cambios en el imaginario colectivo del grupo y de los espectadores. García es un radar, la cabeza del cardumen, el responsable de timonear el barco, porque la hechura de una obra es un viaje, se conoce el punto de partida y  se sabe o se sospecha donde llegar, pero se ignora lo que sucederá, entre sorpresas y descubrimientos, a lo largo del camino. García participa de la fundación de la Casa de la Cultura buscando estabilizar la producción de obras, junto con actores y directores que le dieron solidez al nacimiento del teatro moderno en Colombia: las raíces eran fuertes y las nuevas preguntas llevaban a plasmar ideales y sueños con cierta romántica postura en las confrontaciones sociales y en los enlaces establecidos como nexos entre el escenario de la historia y las historias de los escenarios. De ahí nace su grupo, el Teatro La Candelaria. Parido por él y por los artistas que consagraron sus esfuerzos a la cimentación de una agrupación histórica que pertenece por derecho propio a esa lista legendaria de los grupos que han labrado camino de manera colectiva. Santiago García nunca estuvo solo ni fue un solitario, todo lo contrario, siempre anduvo de manera grupal porque asumió que la labor creativa en el teatro se lleva a cabo en equipo, agrupándose para procrear organismos, montajes, engranajes y simbólicas situaciones, apareando signos, alusiones, evocaciones, conceptos, mediante situaciones imaginarias y personajes de ficción que escudriñan la realidad, transmitiendo emociones, sensaciones, sentimientos, pensamientos, impulsos, acciones que comprometen desde lo actoral las reacciones del cuerpo y las decisiones del pensamiento.

 

García es un radar, la cabeza del cardumen, el responsable de timonear el barco, porque la hechura de una obra es un viaje, se conoce el punto de partida y se sabe o se sospecha donde llegar, pero se ignora lo que sucederá, entre sorpresas y descubrimientos, a lo largo del camino

 

Otras figuras importantes se asocian al panorama teatral de finales del decenio de los sesentas, incubando tendencias que se configuran en corrientes que a veces no se limitan a lo teatral e incurren en posiciones ideológicas que crean afinidades o distancias. Surgen grupos nuevos, se multiplican los debates y se pactan diferencias. Se trata de una generación de artistas que de manera resuelta hicieron del teatro un fenómeno que dejó rastros que proyectaron recorridos valiosos en la pesquisa, en el propósito desde lo teatral, armando caminos distintos, que desde la lejanía de los años sucedidos, permiten entender el paisaje de un escenario donde tienen cabida los procesos particulares  que terminaron integrando un todo de muchas partes: una especie de movimiento, más allá de los rótulos y las intenciones, que abarcó una extensa gama de probabilidades creativas. Los cimientos estaban colocados para el abordaje de la séptima década del siglo XX, cuando el teatro en Colombia es retroalimentado por la experiencia y la madurez de maestros inconformes, transgresores, en un país que durante mucho tiempo se obstinó en impedir la superación de los viejos modelos en el arte, en la educación, en la política.

 

 

Los años setenta fueron tiempos prodigiosos para los cambios y lo nuevo, al son de revoluciones y revueltas en el Caribe, en los países marginales de América Latina, Asía, África y en los ghettos de las metrópolis globalizadas. La victoria de Vietnam deja mal parado el prestigio del imperio y los cantos y los gritos retumban por las calles de la historia. En ese contexto, el teatro cobra alientos iconoclastas y se fundan derroteros que marcan nuevas cartas de navegación en la aventura de crear y de creer, creciendo, encontrando puentes, espejos, vasos comunicantes, identidades, enlaces y relaciones simbióticas, sobre la base de propósitos comunes y búsquedas conjuntas, que potenciaron corrientes distintas en lo estético y en lo ideológico.  Una generación se desdoblaba, clamaba utopías, encarando una era de cambios en la historia, en el arte, en la ciencia, haciendo contrapeso a las estrategias mundiales de dominio casi absoluto, ejercido por los estados más poderosos y las corporaciones supranacionales.

 

García, desde La Candelaria, hila experiencias y comparte objetivos con Enrique Buenaventura, director del Teatro Experimental de Cali.  Son artistas y grupos afines, que funcionan con estrategias y técnicas similares, de manera paralela, el uno en Cali y el otro en Bogotá. La Candelaria pone en escena textos del dramaturgo caleño y los directores intercambian saberes y se visitan mutuamente produciendo alianzas fecundas. Montan obras, investigan, crean tesis y antítesis que le dan forma a los métodos de creación colectiva, que sin ser novedosos si posibilitan el encuentro de herramientas útiles para encontrar nuevos caminos, que resolvían quizá la ausencia de una dramaturgia compatible con las necesidades expresivas de un teatro que se desarrolló rápidamente, en pocos años, de manera ecléctica, sin parámetros tradicionalistas. Si bien autores como Buenaventura, Gilberto Martínez, Carlos José Reyes o Jairo Aníbal Niño producen textos importantes, no alcanzan a cubrir los avances propositivos de una teatralidad que experimenta crecimientos permanentes. Es una especie de desfase entre las piezas escritas existentes y las búsquedas grupales. Aumentan las creaciones de equipo y la autoría estructural y estilística de directores que elaboran guiones y dan fuerza a los lenguajes del montaje.

 

 

Un buen director como García conoce las leyes del drama, urde tramas visibles y sentibles, produce una dramaturgia directa y resuelve la puesta en escena, con o sin texto, instalando lenguajes no verbales, integrando efectos lumínicos y proporciones plásticas y sonoras que complementan o superan lo textual, creando nuevas intertextualidades y significados inéditos, innovadores, capaces de retomar las relaciones fronterizas con otras artes, hibridando las mutantes magnitudes de la estética. Actores y actrices se salieron de las normas y aportaron propuestas participando de la estructuración de montajes.  La creación colectiva se convirtió en un ejercicio que rápidamente se extendió en las prácticas teatrales de grupos que asumieron los riesgos de crear obras de manera compartida. Los resultados fueron irregulares, salvó cuando existía un trabajo sistemático detrás y una dirección capaz de concretar las intenciones. Prevalecieron obras importantes que son hitos del teatro colombiano de esos años.

 

Al mermarse la figura y el trabajo del autor se potenciaron tácticas y métodos que definieron mejor el teatro de grupo y afectaron la calidad y la claridad de las propuestas escénicas. García y La Candelaria supieron lidiar con el camino que lideraban e hicieron montajes  memorables, como Nosotros los comunes, La ciudad dorada o Guadalupe años sin cuenta, que contó con el trabajo decisivo del escritor Arturo Alape, a la hora de concebir los textos definitivos de una manera coherente, con soluciones de escritura bien realizadas, a diferencia de narrativas libres y desordenadas que se volvieron frecuentes  en otras agrupaciones que buscaron emular la ruta de los maestros. Sin duda García tenía como referencia las propuestas de Ariane Mnouchkine, directora del Théâtre du Soleil, que conoció en su trasegar por Paris y de quien aceptó la influencia consciente de una praxis que se convertiría en el método de creación colectiva, reforzado por la conceptualización participativa de las doctrinas dialécticas que proponían relaciones comunitarias, erigiendo nuevos modelos de producción como paradigmas ideológico-escénicos. El director del Teatro La Candelaria siempre fue capitán de los viajes creativos, de esas expediciones donde se investigaba, se discutía, se improvisaba y se ponían a prueba los análisis y las conclusiones, para asumir temáticas no escritas y conflictos teatrales ligados a la problemática de la sociedad. Ese es uno de sus legados, que recientemente ha sido declarado patrimonio cultural inmaterial de Bogotá. La creación colectiva es un método que se ha propagado, sobre todo, en el teatro popular latinoamericano, de distintos modos, teniendo ventajas y dificultades de acuerdo a los grupos, los contextos y las capacidades particulares de elencos que no siempre están preparados para este tipo de elaboraciones, que exigen comunicación, tolerancia, lucidez y capacidad para materializar de manera coherente lo disperso. Solo un demiurgo como García podía inducir a un equipo y orientarlo para lograr que lo disímil adquiriera tonos unificados, como una orquesta afinada, compartiendo pautas y partituras de acciones, movimientos y parlamentos, en un todo común, terminado de elaborar con soluciones de montaje e investigaciones lingüísticas y semióticas derivadas de su contacto con el estructuralismo y otras corrientes del pensamiento y la estética, que fueron más allá de los referentes iniciales del marxismo y de los paradigmas del método científico.

 

El director y el grupo se hicieron camino de caminos, de vertientes, influjos, decantaciones y retos que combinaron fructificación con dificultades, superando obstáculos apenas lógicos en los recorridos de quienes se atreven a inquirir más allá de las conveniencias y las preceptivas. Santiago García se hizo más eficaz, como estudioso, investigando el arte de la actuación y los lenguajes del montaje. Dirigiendo supo involucrar a sus elencos en los procesos de dramaturgias actorales y manejó  la materia primordial de las tablas, el objeto de la creación, la construcción del montaje como un todo de partes, como director de oficio y, finalmente, también como autor de obras que terminó escribiendo. Una obra ejemplar es el dialogo del Rebusque, ese hermoso y divertido homenaje a Francisco de Quevedo, con quien se identificaba y de quien tomó el humor desvergonzado y filoso como un escalpelo de cirujano o como la lengua picaresca y sabia del mismo poeta desvergonzado y retórico del siglo de oro español. García no se enredó la vida:  adoptó roles como autor, coautor, director y actor, asumiéndose como un teatrista completo, respaldado siempre por el grupo y por artistas destacados que participaron con propuestas escenográficas y musicales que dimensionaron las escenificaciones de La Candelaria, desde la idea de la integración interdisciplinar y el laboratorio creativo. Valiosos procesos que dieron origen a piezas como Vida y muerte Severina, Los diez días que estremecieron al mundo, El Paso o la parábola del camino, En la Raya, La trifulca, Corre corre Carigueta, Maravilla Star , Manda patibularia o De caos y cacaos, que acerca su proyección a los umbrales de la postmodernidad. En A manteles (2010), la última pieza dirigida por el maestro, se deja abierta la fase siguiente de las búsquedas del Teatro La Candelaria, incluyendo la fusión con medios audiovisuales, música y temas desprendidos de la vida de los actuantes, cercanos a las experiencias del teatro posdramático. Como actor sus personajes en el teatro y en el cine mostraron el talento y el desenfado de un intérprete que se hizo maestro piel adentro, trabajando, actuando con esmero.

Como actor sus personajes en el teatro y en el cine mostraron el talento y el desenfado de un intérprete que se hizo maestro piel adentro, trabajando, actuando con esmero.

 

 

 

 

Santiago sembró cepas perdurables y transmitió sus experiencias, en un ambiente que le fue propicio pues muchas cosas estaban aún por nombrarse, en un contorno fértil para el teatro, en un momento en que se recuperaban componentes de las tradiciones universales y se estaba fundando una variante nuestra del teatro de todos los tiempos, que había prendido con esfuerzo y fulgor en medio de coerciones políticas y morales, en un país dedicado pintorescamente al Sagrado Corazón de Jesús. Había tantas cosas para decir que el teatro se hizo vocero de las bocas silenciadas y fue elocuente con temáticas nuestras, como la violencia, los destierros, las luchas populares, las jornadas épicas, las creencias y los mitos, las identidades perdidas y los juegos de un realismo de aliento poético, de filones historicistas, donde el amor y los desafectos, las victorias y los fracasos, fueron parte del torrente primordial de un camino de caminantes insertos en el movimiento de los ciclos culturales y en las corrientes artísticas de un mundo que fue complicando las opciones de la comunicación directa. El teatro tendió puentes entre distancias abismales y nos hizo más nosotros y más universales, como colombianos y como ciudadanos finiseculares, cercados por la globalización de los mercados y los productos culturales de las industrias del divertimento. Pero el teatro en Colombia siguió vivo, enardecido y vibrante, gracias a las travesías y a los intentos de los maestros pioneros, sin quienes este arte, proceso de procesos, no tendría el voltaje que hoy posee. El cambio de siglo tomó al maestro consagrado a sus oficios trasgresores, con la intensidad y el regocijo de quien sigue las pistas de sí mismo sabiendo que contiene otros destinos, como parte de un grupo y como intérprete que encarnó innumerables personajes de montajes que debieron confundirse en los últimos años, cuando haciéndole un homenaje a la memoria empezó a descubrir sus propios olvidos.

 

Nayra es inicio hacia el final, donde buscar la armonía de lo caótico y lo fragmentario, de lo lúdico y lo mágico, es un salto al vacío con la disposición de extender las alas del ingenio para tentar las proporciones de lo postmoderno.  La memoria como tema y el enigma de las encrucijadas del olvido (en el trasfondo el alzheimer como desenlace irreversible), posiblemente ya indicaba que su mundo comenzaba a deshacerse, que no bastó el aprendizaje de largos y exquisitos textos shakespereanos, ni los fragmentos de Cervantes, ni las parrafadas de John Reed, ni los poemas de Francisco de Quevedo, ni las ecuaciones epistemológicas que pusieron a prueba sus habilidades de crucigramista y matemático de cuentas físicas y metafísicas, porque su acercamiento a lo científico era filosófico.   Su praxis vital fue sabiamente humorística, como ya se ha dicho, una y otra vez, entre carcajadas y razones. Su trabajo fue cotidiano, persistente en ese lugar donde nacen y mueren los delirantes momentos, las satisfacciones inefables y los agudos tormentos del arte de las tablas: el escenario, el espacio mágico donde coexisten los humanos, los dioses y los fantasmas.   

Quizá su recuerdo final fueron los giros lentos de la rueca del tiempo. Luego vino la deconstrucción de la memoria, los laberintos sin el hilo de Ariadna, la batalla contra el olvido y su partida hacia el reino de los confines.

 

 

 

Escritor, dramaturgo. Director del teatro Tierra

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