Seguridad alimentaria y mercadeo agropecuario

No hay duda de que la seguridad alimentaria es la columna vertebral del conjunto de responsabilidades que tienen los Estados modernos con sus ciudadanos, puesto que es a través de ella como se conserva y se perpetúa la especie humana. La seguridad alimentaria, término que se acuñó recientemente –a principios de la década de 1970, ratificado y precisado conceptualmente con la declaración de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en la Cumbre Mundial de Alimentación realizada en Roma en 1996–, ahora hace parte esencial del inventario de preocupaciones universales.

 

Pensar en seguridad alimentaria implica concebir e implementar políticas públicas que permitan repartir las oportunidades para que toda la población tenga acceso económico, físico y social a los alimentos que tanto en calidad como en calidad van a satisfacer los requerimientos y preferencias alimentarias de todos los miembros de una sociedad sin discriminación de ningún tipo. Ello significa que se debe garantizar: a) consumo nutricional adecuado, b) disponibilidad de los alimentos, c) acceso a ellos.

 

Y es en el cumplimiento de estas tres tareas básicas propias de la seguridad alimentaria en las que el mercadeo –agropecuario– adquiere trascendencia mayúscula. Su importancia se origina no sólo en su carácter contextual, que le impone a las empresas la obligación organizacional de conocer, analizar e interpretar las circunstancias de cada segmento de mercado que se atienda o se pretenda atender, sino por el elevado contenido social que implica satisfacer las necesidades y los deseos de consumidores, compradores y clientes –núcleo del mercado–.

 

Es por ello por lo que el mercadeo agropecuario puede jugar un papel fundamental en la concreción de los objetivos de seguridad alimentaria, sobre todo si se admite que el mercadeo como proceso social inicia su accionar en el mercado –y sus requerimientos– y termina en la entrega de las promesas que se han divulgado a través de los diferentes mecanismos de comunicación disponibles.

 

Veamos cómo puede aplicarse el proceso del mercadeo agropecuario:

 

  1. Conocimiento del consumidor: Es aquí donde se hacen relevantes los estudios alrededor de la cultura y su incidencia en la vida cotidiana de los ciudadanos en el momento de consumir los alimentos que no sólo su cuerpo reclama, sino que la tradición y las costumbres sugieren deben ser consumidos. Deberá hacerse una aproximación realista sobre los patrones de adquisición, consumo y apropiación de cierto tipo de productos que por su naturaleza son necesarios tanto para la supervivencia humana como para hacerlo de manera saludable. Debe precisarse que, si bien es cierto los seres humanos tienen necesidades básicas de alimentación y nutrición, es la cultura la que marca el momento, el tipo y la forma de consumir ciertos productos que, aunque puedan ser inconvenientes, pesan más en la tradición y la herencia social de generaciones anteriores.
  2. Análisis de la competencia: No obstante que en el mercado agropecuario generalmente la demanda supera la oferta y en consecuencia las actividades empresariales desarrolladas no son muy confrontacionales, sí es necesario analizar una serie de factores que pueden hacer que los consumidores prefieran ciertos oferentes. Entre ellos pueden señalarse aspectos como: tipo de producto, origen, calidad, precios, variedades, ubicación, acceso.
  3. Establecimiento del diferenciador simbólico: Dado que los productos agropecuarios se inscriben entre los denominados “commodities”, los aspectos simbólicos tan determinantes en el mercadeo de otros satisfactores se manifiestan con menor intensidad en ellos. Más allá de los aspectos emocionales y de significado social implicados en los productos de consumo visible –prendas de vestir, perfumes, vehículos–, que son preferidos por los consumidores, en este mercado prevalecen más los factores racionales y funcionales. Aunque el peso de la emocionalidad es menor, las creencias y los valores instaurados en el mundo culturalmente constituido de cada segmento de mercado lleva al consumo de ciertos productos que no son tan benéficos para la salud, pero que la tradición impone. La racionalidad es sustituida por los simbolismos asociados a la cultura gastronómica predominante.
  4. Comunicación de marketing: En coherencia con la naturaleza de los productos agropecuarios, todos los esfuerzos comunicacionales deberán contener dos características que complementadas sirven para informar –más que persuadir y reforzar– a los consumidores de la existencia de una oferta con cierto grado de diferenciación: a) debe enfatizarse la racionalidad de su consumo destacando los beneficios funcionales de nutrición y alimentación, y b) relevar los factores culturales –valores y creencias– que subyacen a la gastronomía y a las buenas costumbres. De igual manera, deberá hacerse un particular uso de otros mecanismos tradicionales de comunicación integral de marketing que le llegan a los ciudadanos. Todos ellos muy relacionados con lo más acostumbrado en cada segmento poblacional: promoción de ventas –sobre todo al consumidor y al distribuidor–, perifoneo, objetos promocionales, folletos y catálogos, ferias y exposiciones, redes sociales, merchandising, entre otros.
  5. Entrega de la promesa: Es aquí donde la labor de marketing se hace aún más apreciable para el cumplimiento de los propósitos de la seguridad alimentaria. Es en este proceso de buscar que los ciudadanos tengan acceso a los productos alimenticios, porque se tiene disponibilidad de ellos, en el que pueden alcanzarse los objetivos o fracasar en su empeño. La estructura de la distribución de los productos agropecuarios no sólo es compleja, sino que está plagada de múltiples intereses que no siempre coinciden con los de la mayoría de la población que pretende ejercer su derecho a estar bien alimentado. Además de la enmarañada red de intermediarios que hacen presencia desde la producción hasta el consumidor final, pasando por los canales de distribución, que cumplen una función de ir aproximando los productos a los mercados de consumo, se hace difícil identificar todos y cada uno de ellos en su justa dimensión.

 

este proceso de buscar que los ciudadanos tengan acceso a los productos alimenticios, porque se tiene disponibilidad de ellos, en el que pueden alcanzarse los objetivos o fracasar en su empeño.

 

Dada la trascendencia que tiene este paso del proceso de marketing y a fin de profundizar en su estructura, en el diagrama adjunto puede apreciarse un esquema básico de distribución de productos agropecuarios en Colombia que sirve para explicar lo que en esencia sucede en el sector agropecuario, y que el marketing debe dinamizar después de comprenderlo en sus justas proporciones. Como puede verse, entre productores y consumidores existe un inmenso tejido social y económico de intermediarios que hacen que los productos circulen a través de él, agregándole, a veces, cierto valor agregado, aunque por momentos sólo se adicionan costos al producto final.

 

Gráfica 1. Esquema básico de distribución de productos agropecuarios en Colombia.

 

Se destacan en esta red –aunque no tan profusamente usados– los centros de acopio, que han servido para que los productores se organicen adquiriendo la producción de todos, la clasifiquen y obtengan mejores términos de intercambio, sobre todo frente a las grandes superficies y a las empresas agroindustriales que adecuarán o transformarán sus materias primas.

 

Un canal de distribución que se ha posicionado en parte de la sociedad en el mercado agropecuario ha sido el de las grandes superficies, en sus diferentes modalidades: supermercados, hipermercados, superetes, almacenes hard discount (D1, ARA, Justo & Bueno). Desde su llegada en 1994, en el que ingresaron grandes volúmenes de capital nacional e internacional, la estructura de distribución en el país fue sacudida, llegándose a pensar que la distribución tradicional desaparecería más rápido de lo que había sucedido en otros países, como México o Portugal. Si bien es cierto que sacudieron los cimientos de la distribución, logrando penetrar ciertos mercados, no lograron desplazar las costumbres y la tradición de adquirir los productos agropecuarios en los locales de siempre. Lo que sí lograron fue estructurar una suerte de hibridización de la distribución en todos los mercados al detal, no sólo en el de los productos agropecuarios.

 

Otro de los canales a través de los cuales circulan los productos agropecuarios es el de las empresas agroindustriales que los adquieren, los adecúan o los transforman de acuerdo con las necesidades de la población y la misma calidad de la materia prima. En estas organizaciones se les agrega valor a estos productos, que terminan en manos del consumidor final (mermeladas, por ejemplo).

 

Otros de los canales de distribución que influyen de manera notable son los mercados móviles que, aunque en Colombia son poco usuales, sí representan una porción significativa en la distribución de los productos en otros países, que incluso los conocen con otras denominaciones: tianguis –del náhuatl– en México, street markets en Uruguay y Argentina, Ferias en Brasil. Todos ellos no sólo logran llegar más directamente al consumidor final, sino que lo hacen a unos precios más accesibles para la ciudadanía.

 

Otro de los canales más tradicionales es el de las plazas de mercado que, no obstante haber sido sometidas a todo tipo de ataques públicos y privados con diferentes argumentos, siguen vigentes y cumpliendo una necesaria labor de punto de convergencia entre consumidores y vendedores en locales tradicionalmente asignados para ello. Ellas son visitadas de forma periódica por los ciudadanos, quienes han hecho de ellas no sólo un punto de aprovisionamiento de los productos demandados, sino que se han transformado en una rutina periódica que muchas familias repiten a diario.

 

 

Sin duda el canal más tradicional enquistado en el seno de la cultura de consumo de productos agropecuarios es el de las tiendas de barrio. Ellas, que también han sido abiertamente confrontadas ya sea por las decisiones de política económica gubernamental –e incluso estatal– o por las novedosas estrategias y programas de marketing de las grandes multinacionales de la distribución, siguen cumpliendo su labor que desde tiempos inmemorables se les ha asignado: llegar hasta el consumidor final con productos en tamaño de presentaciones jamás imaginados. Su histórica inserción en la vida social de las vecindades las ha protegido y por ello se han mantenido vivas y activas, cumpliendo su función de canales de distribución de productos agropecuarios.

 

Ante todo este maremágnum de la distribución, infortunadamente, es bien poco lo que se ha logrado desde la institucionalidad oficial. En casos como Colombia, las autoridades han intentado, a través de la historia, de establecer algunos mecanismos para regular precios y establecer mecanismos más ágiles entre la oferta y la demanda de este tipo de productos, aunque los resultados no son muy dignos de ser mencionados. El ejemplo más claro ha sido la creación en 1944 del Instituto de Mercadeo Agropecuario (IDEMA), que fue desaparecido por factores de política gubernamental y de ciertos intereses conectados con la nueva estructura de distribución.

 

Como puede verse, la importancia del mercadeo agropecuario en el cumplimiento de los múltiples propósitos de la seguridad alimentaria es innegable, siempre y cuando se apliquen sus postulados de acuerdo con las verdaderas necesidades de la sociedad entera. Si el mercadeo agropecuario se dedica a comercializar los productos que se producen en el sector rural, hasta llevarlos al consumidor final en las mejores condiciones posibles que le satisfagan sus requerimientos nutricionales y de salud –como lo acabamos de analizar–, su impacto sería notable. Si esto fuese aceptado, sería necesario que el desarrollo de las estrategias de marketing y sus programas fuesen apoyados de manera irrestricta por las instituciones estatales y gubernamentales, a fin de garantizar que toda la población tenga acceso a los alimentos en la cantidad y la calidad que su desarrollo demanda. Y con ello sería posible aproximarse a la seguridad alimentaria que tanto requieren las poblaciones en el mundo. Las evidencias son incuestionables.

 

Si el mercadeo agropecuario se dedica a comercializar los productos que se producen en el sector rural, hasta llevarlos al consumidor final en las mejores condiciones posibles que le satisfagan sus requerimientos nutricionales y de salud –como lo acabamos de analizar–, su impacto sería notable.

 

Es esta desconexión entre lo que se quiere y lo que se hace lo que explica, en parte, las razones por las cuales los altruistas propósitos de la seguridad alimentaria –que han obligado a los gobiernos del mundo a fijarse soñadoras metas– no hayan sido alcanzadas tal y como fueron previstas. Infortunadamente, los intentos de materializar este derecho universal no han producido más que grandes decepciones en las inmensas capas de la población, que parecen condenadas a vivir en medio de la pobreza y la miseria. Contrario a las pomposas declaraciones hechas en cada encuentro por parte de los más poderosos del planeta, sus resultados no sólo son magros, sino que han generado mayores polarizaciones en el acceso al bienestar colectivo. El mercadeo agropecuario podría hacer un aporte que, aunque sencillo, tendría una gran trascendencia en el bien común.

Ph. D. en Ciencias Económicas y Sociales, Universidad de Ginebra.
Profesor de la Escuela de Negocios, Universidad del Norte

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