Cuando la National Fruit Company se fue de la Zona Bananera en el departamento del Magdalena y empezó la decadencia de lo que en su auge fue histórica bonanza, mi papá, que trabajaba para los gringos, también dejó de prestar sus servicios a los cultivadores de guineo y se decidió por una finca en Sevilla, tierra óptima para sembrar palma africana, de la cual Mr. May, su antiguo jefe, le había avisado del promisorio negocio del aceite de esa palma. Casualmente, el 23 de abril de 1968, justo cuando iba a cerrar la compra de la tierra un camión chocó contra su carro, murió él y el primo Andrés, y sobrevivió Pacho, el otro primo, que nos refirió el accidente causado por un camionero anónimo que escapó impune.
Yo tenía nueve años y cito aquí el trágico suceso porque entre los signos del accidente, por no sé cuál percepción infantil, culpo a la palma africana de la fatalidad que enlutó mi familia; acaso por este resentimiento, entre los monocultivos son las plantaciones de palma las que más evidencian lo invasivo, reconozco lo depredadora que es esa planta para nuestros ecosistemas, noto que esos palmares chupan para sí toda la humedad del suelo y arruinan la vegetación nativa y desplazan la fauna nativa.
Acabo de leer el libro Planeta palma (Planet Palm: How Palm Oil Ended Up in Everything―and Endangered the World, C. Hurst (Publishers) Limited, 2021) de la periodista norteamericano Jocelyn Zukerman, y debo decir que se corrobora mi tirria a esa planta con su investigación y sus denuncias sobre lo maligno que es el cultivo, la industrialización, la comercialización, las oscuras políticas que pagan poderosos monopolios para evitar que prosperen las demandas contra lo perjudiciales que son los comestibles, los cosméticos, las golosinas y hasta el biocombustible que se fabrican a base de aceite de palma.
Respecto a la historia de su cultivo, sé que es autóctona de África occidental y central, donde, por tradición milenaria, hacían vino y potecas dulces. En el siglo XVIII los europeos la usaron como combustible para lámparas y ya en el siglo XX los norteamericanos empezaron a aprovechar sus cualidades oleaginosas, porque del fruto de esta palma que se da en racimos, de la pulpa sacan aceite saturado y de la semilla aceite palmizcle. Originalmente el aceite es espeso de olor fuerte y de color naranja, pero una vez aprenden a refinarlo, se vuelve un producto muy rentable; hoy en día segundo en consumo después del aceite de soya y hasta los europeos ya remplazan con él algunos usos típicos del aceite de oliva.
Las zonas óptimas para su cultivo están en la franja tórrida, al norte y al sur del Ecuador, por eso los mayores cultivos están en Indonesia, la Malasia, cetro y sur América. Las plantaciones en todo el planeta ocupan un área equivalente a la de toda Colombia y se calcula que tres mil millones de personas consumen productos que usan aceite de palma.
La periodista Zukerman en su libro recoge y comprueba testimonios de comunidades de muchos países que denuncian desalojos de pueblos indígenas, talas de bosques en reservas naturales, incendios forestales inducidos en la selva amazónica, todo para cultivar la palma africana. Explica además que, si bien hay cultivos de campesinos minifundistas, las grandes plantaciones y toda la cadena de la industria del aceite pertenecen a grandes empresarios y terratenientes con influencias en los gobiernos y en los grupos de poder en el mercado global. Por lo mismo cumplen con impunidad explotación de campesinos, uso de mano de obra infantil, se lavan las manos en la culpabilidad de la palma en la extinción de fauna y flora nativas, de las denuncias por robo de tierra, de las afectaciones ecológicas incluidas implicaciones en el calentamiento global y menos aún lo nocivo que es el aceite de palmizcle para la salud humana. En la cumbre ambiental de Río de Janeiro y en los acuerdos de París se exigió el evitar el monocultivo de palma de aceite, entonces los poderosos se comprometieron con las exigencias y crearon la RSPEO (por sus siglas en inglés), la Mesa redonda sobre aceite de palma sostenible, integrada por los grandes cultivadores del mundo, que se hacen veeduría así mismos y le informan a las naciones unidas del modo en que contribuyen con la mitigación del calentamiento global.
En realidad, todas las denuncias les resbalan, porque son muchas y poderosas las empresas que se sirven de las grasas de palma: Nestlé, Ferrero Rocher, la internacional de dulces Kraft, heladerías de marca, y en Colombia Alpina, varias fábricas de galletas industriales y casi todos los fabricantes de alimentos empaquetados y las empresas de comida chatarra. Vanas son las serias demandas de ONG defensoras de derechos humanos, de médicos y de ambientalistas, la Mesa Redonda de palmeros tiene sus propias científicos que desmienten en que el aceite saturado es causa de enfermedades cardíacas y arteriales, de obesidad y de diabetes y califican a los críticos del desbordado cultivo de palma africana y de la industria del aceite como neocolonialistas, racistas y desconocedores de los beneficios económicos que deja el aceite de palma a los países donde se cultiva.
En 2005 fue noticia la manifestación de isleños de Sumatra por la tragedia que viven los ya escasos orangutanes rojos y los tigres porque los palmeros los dejaron sin hábitat, ese mismo año protestaron campesinos de Honduras porque las plantaciones de palma de aceite les cercaron las aguas. Colombia es absolutamente complaciente con Fedepalma, cuyos miembros, todos latifundistas, se ufanan de ser una industria agrícola que usa mucha mano de obra y deja regalías a los municipios.
Así las cosas, esta columna y las denuncias de los afectados apenas aspiramos a que sirva esta información para crear conciencia sobre la importancia de proteger la biodiversidad y de advertir de la peligrosa tentación de ingerir alimentos chatarra. Nada más que la educación sensible con la vida y la autoconciencia nos sirve para contrarrestar las fatalidades que impone una noción de la vida mercantilista y consumista.