La gente de chonta

La recopilación de su obra fundamental se encuentra en Prisioneros del ritmo del mar –un libro que ha sido editado desde 1988 hasta 2012–, en el cual, por ejemplo, se mezcla la investigación antropológica a través de complejas genealogías que esclarecen un universo macondiano de tatarabuelos esclavos, madres parteras, hermanos hechiceros, hijos pescadores y nietas migrantes, con reflexiones muy íntimas acerca de su relación con el territorio y con los personajes que encarnan el espíritu de la región. De la séptima edición del texto, editado en Cali para octubre de 2012 por la editorial Feriva, tomamos un extracto que da título al texto que Encuentros presenta en este número, cortesía de su autor.

 

Óscar Olarte Reyes presentando los libros de su autoría en un evento de Feriva, en Cali (2013). Fuente: Facebook del autor (@oscar.olartereyes.9)

 

Un estado de ansiedad enfermiza sacudió los enclaves mineros del litoral; veleros artillados surcaban las aguas y asolaban las costas, las tripulaciones de piratas apuntaladas en las islas Galápagos merodeaban los cargamentos del comercio español y asaltaban los puertos.

 

Corría 1681 y el gobernador del territorio, Fernando Martínez de Fresneda, descendió a la llanura por los caminos que de la serranía llevaban a la calurosa comarca del oro. Su viaje tenía dos objetivos, el principal era organizar la defensa de los reales de minas y el segundo, era vender esclavos negros para los trabajos de explotación que pasaban por una situación crítica. Martínez de Fresneda hizo ver a los acaudalados del territorio la conveniencia de traer para los trabajos de minas y de campo, esclavizados negros desde Cartagena para reemplazar a los indios. Se sabe que la propuesta fue recibida con entusiasmo y que para abaratar la carne de ébano se contrató “un negociante, que trayéndolos por su cuenta se los vendiese aquí al fiado, siempre que personas de responsabilidad aseguraren el pago de su valor”. Y lo aseguraron abriendo el comercio negro, dando paso a relaciones interétnicas más complejas, pues los esclavizados soportaron la apisonadora del régimen esclavista durante el cual desaparecieron sus culturas africanas, dando paso a nuevas formas de adaptación; a culturas negras que fueron y son respuestas a las necesidades planteadas por el nuevo medio ambiente y las nuevas relaciones de dominación a que se vieron abocados, negras también por haber perdió la herencia cultural africana como legado estructural y por ser diferentes a las de los blancos.

 

 

Portada del libro Prisioneros del ritmo del mar  (7ª edición; Feriva, 2012) de Óscar Olarte Reyes,

en el que se encuentra alojado el relato “La gente de chonta”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Indios, blancos y afros forcejearon en la selva, en las minas, en los puertos y en la cotidianidad para modificarse mutuamente entre los calores ardientes y los aguaceros interminables, los tres sensibles a las culturas de los otros para que los peninsulares se tropicalizaran, adaptaran técnicas de minería, sistemas de construcción de vivienda, frutas de la selva y métodos de cacería, para que desnudaran sus cuerpos respondiendo al calor del trópico que los incita a intimar con las mujeres indígenas de cuya piel participaron hasta impregnarse de sus almas y de sus actos. En pocas palabras, diluyeron su esencia española en el mundo verde-azulado y desconocido del litoral a la vez que descargaron sobre las etnias avasalladas el lastre condicionante de su religión y la fuerza de fuego de sus arcabuces que encontraron respuesta en el amotinamiento de los esclavos que se apalencaron en fortalezas de madera desde donde llamaron a la libertad a todos los sometidos, asaltaron caminos y amenazaron con destruir los centros de los blancos. Pero su emancipación tuvo una duración efímera y en 1745 desaparece el Palenque del Castigo en el río Patía, con su derrota los negros perdieron la oportunidad de revitalizar los elementos de las culturas africanas en esta parte de la costa y la esclavitud destruyó completamente las culturas africanas, permitiendo sólo la reproducción de algunos elementos imposibles de destruir dada la fuerza de la memoria motriz, pues si bien es cierto que los afro de los enclaves mineros no pudieron reconstruir sus antiguos linajes, dadas la condiciones de hacinamiento en los campamentos y el fuerte control que los amos ejercieron sobre ellos, también es verdad que los amos les daban derecho a divertirse a su manera los domingos y otros días de fiesta y que esto permitió sobrevivir a la música, los pasos de baile, la búsqueda del trance, las costumbres culinarias y otros elementos sobre los cuales volverá la pluma que adelantar quiere, eso sí, el camino laberíntico seguido por el pensamiento para llegar a comprender los cambios culturales sufridos por la población negra de América. Apenas empezaban a acumularse los datos cuando los estudiosos abrieron el duelo teórico esgrimiendo diferentes ópticas. Herskovits y otros investigadores inauguran una corriente encaminada a demostrar cómo las instituciones y los rasgos culturales africanos sobreviven en la población negra americana. Esta escuela cultural funcionalista intentó redescubrir y rescatar los elementos culturales afroamericanos basándose en la formulación de leyes de retención, reelaboración, sincretismo, foco cultural y otros. Herskovits plantea entonces que las culturas africanas lograron sobrevivir y están de más o menos presentes en todos los territorios de América donde fue introducida población afro esclavizada. Su presencia se hace sentir en formas diversas, pues donde sobrevivieron las organizaciones familiares, no siempre lo hicieron las técnicas de trabajo; otro tanto ocurre con las varias esferas de la actividad y la organización social. Cuba y Brasil dibujan los escenarios donde sobrevivieron las religiones africanas y los cantos de santería, candomblés y macumbas popularizados por Celia Cruz en su homenaje a Changó y por grupos de música carioca. Sin embargo, desaparecieron los antiguos linajes. Podrían establecerse otras comparaciones correlacionando las esferas de la música, familia, cocina, etc., lo cual nos demuestra la forma desigual en que se nos aparecen los rasgos culturales africanos a lo largo de las Américas. Para esta corriente, los elementos culturales africanos son mantenidos como sobrevivencias y transmitidos de generación en generación, africanizando la vida social y cultural de los países de América, incluyendo el Caribe.

 

 

La corriente impulsada por Herskovits encontró eco en pensadores latinoamericanos; fruto de sus reflexiones son los trabajos de Aguirre Beltrán, Fernando Ortiz, Arturo Ramos, Nina Rodríguez, Aquiles Escalante y otros no menos importantes. A este enfoque se han opuesto teóricos como Franklin Frazer, planteando la existencia de estas culturas como el resultado de la adaptación de estos grupos, dando respuestas a necesidades impuestas por el medio ambiente, originando así nuevas estrategias culturales, diferentes de las africanas. La esclavitud produjo para Frazer una cultura que no tiene nada que ver con la europea, africana o indígena. En esta óptica serían muy pocos los elementos de las culturas africanas que se conservaron y fueron reelaborados en las relaciones que impuso la estructura social esclavista. Es Roger Bastide quien dirime esta controversia, al interpretar la existencia de estas culturas como supervivencias que se adaptan creando algo original y que en la literatura antropológica se conocen con el nombre de grupos afroamericanos. Bastide opone a la dicotomía supervivencia-adaptación que postulan las teorías anteriores, la realidad vivida de la supervivencia adaptadora que supera la teoría herskovitsiana de supervivencia cadavérica y el punto de vista de Frazer de la simple adaptación. Es a través de este enfoque como Bastide logra demostrar que las culturas africanas no llegaron por gracia de un pacífico proceso de difusión, sino que fueron violentamente trasplantadas, asimilando elementos de las culturas indígenas y europeas e impregnando a éstas con la fuerza de su música, el poder de sus dioses y su incontenible espíritu de supervivencia.

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El escritor, ordenando su mundo (2013). Fuente: Facebook del autor (@oscar.olartereyes.9)

 

Sobre el autor

Es antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Forjó su maestría en diversos trabajos de campo: marítimos, fluviales, llanúricos, selváticos, urbanos, rurales, diurnos y nocturnos. Hizo su Ph. D. en la Universidad de los Manglares y se doctoró en la Universidad del Mar cuando completó setenta y dos mil horas de navegación. Siempre cargado de lecturas, de aletas, músicas, faunas y floras. Durante sus viajes estudió lenguas ancestrales, datos arqueológicos, relaciones interétnicas, tradiciones orales, prácticas agrícolas y pesqueras, grupos sociales, conflictos y representaciones conceptuales, magias y “hechicerías” de las gentes de Colombia, Panamá y Ecuador.

Óscar Olarte Reyes no disimula sus mohines de cachaco bogotano, ni la melena sol y brisa de lobo marino. Hijo de Vélez por aquello de Lelio Olarte y Reyes por aquello del socorrano comunero. La música fluye por las venas de la vida del antropólogo que inauguró su cultura negra en Güapi, un pueblo chocoano de su memoria viva. Nos conocimos en la aventura literaria de las cafeterías de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional. La ventura, siempre la aventura difundida en su dilatado trabajo de campo, un día en el Caribe, todas las veces en el Pacífico colombiano. La cultura negra colombiana y las etnias indígenas de mar y río son su apasionado mundo de investigación. Por aquellos avatares de andariego incansable, de puerto en puerto, de pueblo en pueblo costero hizo de Cali su residencia, su Cali pachanguero.

Carlos Nicolás Hernández

Antropólogo, Universidad Nacional de Colombia. Escritor

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