En la estación de Transmilenio de la calle 45 con avenida Caracas, a la ruta que tomé también se subieron sendos combos de músicos ambulantes: un arpista acompañado de su hijita, que tocaba los capachos, ambos lucía trajes típicos llaneros; el otro combo era una pareja con pinta roquera, el tipo llevaba terciado el parlante portátil y un micrófono inalámbrico, la chica portaba una dulzaina. Dentro del bus debió disimular la frustración al ver que ya venía otro cantante, el que, acompañando con un cuatro, en cuanto el bus arrancó, con marcado acento venezolano dijo: “Terminaré con un tema insigne del folclore de mi país, del cual han Hecho versiones las mejores voces de Latinoamérica. Para ustedes, del maestro Simón Díaz, ‘Tonada de luna llena’”.
—Canta hermoso —musitó la muchacha del puesto junto al mío, y yo me ericé emocionado por la maravillosa interpretación del bardo callejero, afinado en todos los registros, despertó que tenía formación en técnicas de solfeo melódico.
Lo aplaudimos todos los pasajeros y varios le dimos –que digo–, le pagamos gustosos. Por su parte, la pareja roquera, sin amilanarse por el éxito del que los antecedió, se apuraron a ganarle el turno al arpista; Inmediatamente, el que traía el bafle puso la pista del tema “Black Dog” de Led Zeppelin. La chica con la armónica improvisó sobre la melodía del guitarrista Jimmy Page y el micrófono, en impecable inglés, roqueó sin imitar al legendario Robert Plant; a su modo nos contagió con su swing , con su gracia.También merecieron aplausos y propinas, seguro que algunos que oirían negarles otra, pero ellos se sen, acaso por respeto a los llaneros, que se dispusieron a bajarse en la parada próxima resignados a que en esa ruta ya no había chance para ellos. De hecho, el arpista se quejó en voz alta: “Bajémonos mija, aquí los venezolanos invasores nos raparon la platica”.
Entonces, la chica de la dulzaina declaró para todos: “Estimados pasajeros, quienes vivimos de cantar en los buses somos más que colegas, por favor escuchemos lo que tocan nuestros hermanos en el arte”.
—¡Si, que toque! —exclamó alguien y enseguida.
Otros insistimos:
—¡Que toque, que toque! —coreamos animándolos, y el arpista miró a su hija, como pidiéndole aprobación, y en tanto ella asintió, con un maraqueo él acomodó el arpa, puenteó arpegios en ritmo de gavilán y cantó recio: “En las sabanas de Arauca, anda el Arauca , suspiraba un gavilán, y en los suspiros decían: muchachas de Camaguán. ¡Gavilán! –pregonaba–. Pío pío pío”, coreaba la niña, tocando con virtuosismo los capachos. Ahí se pegaron al coro los roqueros: “¡Gavilán, pío pío pío, Gavilán, tao tao tao!”
—¡Qué verraquera! —gritó un muchacho detrás de mí—. Nadie me va a creer cuando cuente que hoy estuve en “Bustock” —declaró riendo, y yo también me reí por su ingeniosa parodia de la palabra Woodstock.
Yo ya no tenía plata para darles, pero algunos sí les dieron, y lo más admirable fue que la de la dulzaina le pasó a la chica de los capachos uno de los billetes que había recibido.
Providencial, caramba, el lujo de talentos que nos tocó durante ese lapso de la ruta. En el aire se sintió el goce que nos dejó en el ánimo la triada musical, y algunos pasajeros hasta explicitaron la emoción con comentarios elogiosos sobre la calidad artística de cada intérprete.
Me bajé del bus contento, reconociendo con optimismo el que los colombianos ya estábamos gozando de lo bueno y lo virtuoso que nos legan los migrantes venezolanos, pensando también en las injustas generalizaciones que de ellos hacen el secretario de seguridad y la alcaldesa, cada vez que indiscriminadamente estigmatizan a los foráneos del vecino país como causantes del aumento de la inseguridad y del delito en Bogotá DC
De suerte que el arte tiene los poderes del asombro y la revelación, antídotos contra la venenosa xenofobia.