Reforma tributaria y contexto económico

Luego de nueve horas de amplia discusión, la reforma tributaria para la Igualdad y la Equidad Social fue aprobada en primer debate el pasado 6 de octubre de 2022. Lo antecedió un trabajo de casi dos meses –o 250 horas de estudio, como acota el ministro de hacienda José Antonio Ocampo– de revisión del articulado con diversos sectores económicos, y de concertación con los ponentes antes de su presentación para trámite legislativo. De modo que no pasa de ser una mentira ordinaria del partido de oposición afirmar, como lo hizo su vocero en el Senado, que el proyecto se aprobó “a pupitrazo”, desconociendo el trabajo previo de socialización y pese haber intervenido este personaje no menos de catorce veces en el debate. De hecho, no hay ningún paralelo posible con la forma excluyente como se aprobaron las leyes en el gobierno de Duque con el apoyo de los que hoy fingen ser atropellados por las mayorías que ha logrado convocar el gobierno en respaldo a su proyecto fiscal.

 

Sin embargo, la diferencia más importante no está en la forma sino en el contenido de los cambios propuestos en la tributación. Esta reforma descarga el peso principal de los nuevos aportes fiscales en el sector minero energético. De los COP 21.5 billones que se propone recaudar en 2023, 11.3 billones provendrán de estas empresas extractivistas que desde hace cerca de dos años disfrutan de ganancias extraordinarias, gracias a los altos precios internacionales que han alcanzado tales bienes. Ya varios países exportadores han optado por imponer gravámenes temporales de 25 % o más a esos excedentes de utilidades de las grandes empresas de hidrocarburos y carbón. En esta reforma tributaria se optó por una sobretasa impositiva temporal sobre la renta que empieza en 10 % y desciende gradualmente en los dos años siguientes hasta 5 %. Así mismo, se eliminó la deducibilidad del valor de las regalías del impuesto de renta, lo que obliga a las empresas que explotan los recursos naturales no renovables al pago real por ellos, del cual habían sido generosamente exonerados por reformas pasadas.

 

Sorprende la reticencia de este sector privilegiado a hacer una contribución más justa a la financiación del gasto público, así como la proclividad de los gremios en los que participan las grandes empresas a justificarlo y a propalar una visión catastrófica del futuro económico de Colombia si el Estado propicia la creación de una estructura productiva más diversa. Es decir, si busca que el crecimiento económico no dependa abrumadoramente de las exportaciones de petróleo y carbón. Todo indica que algunos de los voceros gremiales prefieren que esta transformación nunca se produzca, como si los resultados de la economía hoy fueran sostenibles social y ambientalmente, o tal vez esperen que, si el cambio finalmente sucede, sea sin sacrificar sus privilegios acumulados en años de cabildeo y favoritismo estatal.

 

 

Tal mentalidad parece explicar la posición del presidente de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia (ANDI), quien en lugar de proponer políticas de apoyo al desarrollo industrial y tecnológico que incrementen la productividad, el empleo calificado y la riqueza, se ha limitado a entablar una reclamación sobre el porcentaje de impuestos que pagan los empresarios, que en sus sumas asciende a 60 %. El ministro José Antonio Ocampo, ningún aprendiz de la teoría económica, le ha demostrado que la contribución fiscal efectiva de las empresas del país y sus accionistas no llega en realidad a 30 %, salvo que se incurra en varios errores conceptuales y la ANDI siga usando un método de cálculo obsoleto, ya descontinuado por el Banco Mundial.

 

Más allá de las metas de recaudo, la reforma tributaria presentada es ante todo una reforma estructural, enfocada en corregir la regresividad e inequidad del actual Estatuto Tributario, incoherente con los principios constitucionales. Se rompe con una visión neoliberal inclinada a descargar la financiación del Estado en los trabajadores y las mayorías empobrecidas mediante los impuestos indirectos, mientras se bajan los impuestos a los ricos. Para la visión progresiva de redistribución fiscal del ingreso que inspira la reforma, los gravámenes deben recaer prioritariamente en los más ricos y los impuestos a las rentas de capital deben contribuir más que los tributos de las rentas de trabajo.

 

 

Esa es la diferencia esencial de la impopular y fracasada reforma de Alberto Carrasquilla en 2021, centrada en la extensión del impuesto al valor agregado (IVA) y la ampliación de la base social de los tributos laborales, con la reforma del gobierno actual. Consistente con el criterio de equidad, otros 3 billones del recaudo proyectado en esta última provienen de las personas jurídicas –a causa de la eliminación de exenciones tributarias injustificadas– y 2.9 billones del incremento de los tributos de renta y patrimonio a una minoría privilegiada que representa menos de 2 % de los contribuyentes. En algunos casos, como el del 1 % que se beneficia de las pensiones más altas –desde 13 millones mensuales– se trata en realidad de devolver en impuestos parte de los inequitativos subsidios recibidos del Estado.

 

 

Con su notable capacidad de síntesis, en reunión con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en Washington, el ministro José Antonio Ocampo dijo lo siguiente: “Déjeme enfatizar tres elementos de la reforma: elimina beneficios para personas, pero también para sectores con amplias exenciones; además propone un impuesto al patrimonio. También habrá impuestos a las ganancias inesperadas del petróleo y el carbón. Por ejemplo, cuando tuvimos el boom del café, ese sector aportó mucho al desarrollo social y eso es lo que queremos con esta medida; y finalmente, la lucha contra la evasión de impuestos que aportará bastante en esta reforma”.

 

Contribuyen a redondear el recaudo, la sobretasa de 5 % a las instituciones financieras y los impuestos saludables a las bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados, así como en menor proporción los impuestos ambientales. Sumados, son alrededor de 4 billones. Como era de esperar, han sido los impuestos saludables el blanco de las críticas a este grupo de tributos. Una falacia de sus opositores es asegurar que estos se convierten sin más en inflación. Es una afirmación inexacta, ya que, si bien el propósito del gravamen es subir el precio de artículos nocivos para la salud, hablamos de bienes sustitutivos –no complementarios– y la sustitución es precisamente el impacto buscado en los patrones de consumo. Se espera, además, que el efecto de las menores ventas incentive a los fabricantes a producir bebidas y alimentos de mejor calidad nutricional.

 

Sin embargo, lejos de tratar los temas de fondo, los opositores tienden a convertir la discusión en un regateo con el criterio estrecho de preservar las ventajas particulares, así no sean justificadas ni contribuyan al beneficio general. Y ante la carencia de verdaderos argumentos, adhieren a toda clase de bulos que principalmente el uribismo continuista, derrotado electoralmente, propaga como parte de campañas de desinformación destinadas crear la impresión de que la reforma es un desacierto total y hundirá al país en la crisis económica. Se trata de un discurso que pretende aprovecharse de las tendencias recesivas de la economía mundial y el crédito caro, de las que no escapa ningún país, para “profetizar” el declive del crecimiento de la economía nacional, la caída de la inversión, la persistencia de la inflación, la devaluación, entre otros, y atribuirlo a esta reforma tributaria y al programa de gobierno de Petro. Sus clamores alarmistas rayan con el terrorismo económico, pese a lo cual varios medios les sirven de amplificadores.

 

 

La verdad es todo lo opuesto. La fuerte desaceleración que se avecina el año entrante, prevista desde hace algún tiempo por el FMI, el Banco Mundial y demás instituciones internacionales –además confirmada por las proyecciones recientes del Banco de la República–, es inevitable, y sin la aprobación de esta reforma tributaria el resultado en Colombia será infinitamente peor. El gobierno actual recibió un país desfinanciado, al que los obsequios fiscales a los ricos de la reforma de Duque de 2019, sumados al mal manejo de los recursos públicos en la pandemia, la corrupción y el despilfarro del club de amigos del mandatario, le aseguraron perder el grado de inversión. Desde el gobierno pasado se maquillaron las cifras para ocultar el déficit real en las finanzas públicas, se escondió bajo el tapete el cuantioso y creciente déficit de 14 billones del Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles. Y con un endeudamiento del país de 60 % del producto interno bruto (PIB) y un déficit fiscal real de 7 % –no de 5.6 %, como engañosamente dijeron Duque y su ministro de hacienda del tiempo, José Manuel Restrepo–, le trasladaron el problema al nuevo gobierno. Para rematar el acto de cinismo, se atrevieron a preguntar para qué una nueva reforma tributaria, como si hubiesen entregado un Estado en superávit y con acceso preferencial al mercado de capitales.

 

 

Ese “para qué” es una pregunta que sólo se puede hacer desde la absoluta irresponsabilidad y la indolencia. ¿De qué otra forma responder a las demandas apremiantes de la crisis social y recuperar la sostenibilidad de las finanzas públicas? Aparte de conjurar el desastre fiscal heredado, lo que hará la reforma es proporcionarle al gobierno los recursos necesarios para que con un mayor gasto público y, asumiendo planes como la reforma agraria, pueda apoyar el crecimiento de sectores abandonados como la producción de alimentos, la protección ambiental y el turismo ecológico, así como el impulso a la infraestructura rural, el fortalecimiento del sector salud y la educación pública, la disminución de la pobreza y la desigualdad, la protección de la niñez y la atención a la numerosa  población adulta indigente. Es también el camino efectivo para combatir la inflación, cuyo componente central son los precios de los alimentos, y para generar empleo productivo. De modo que, si hay una respuesta a la amenaza de recesión, es la de ejecutar el programa de cambio con el que el Pacto Histórico ganó las elecciones.

Ingeniero Industrial UIS. Magíster en Estudios Latinoamericanos, Pontificia Universidad Javeriana. Docente universitario e investigador, con experiencia en la U. Javeriana, Universidad Nacional de Colombia y Universidad Central. Analista de economía y política en revistas y publicaciones nacionales

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